De la Redacción de LA NACION
En el principio, podría haber dos frases. La primera es de Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del régimen nazi, a propósito de lo que él entendía sería la "música del futuro": "El arte alemán del próximo siglo será heroico, aceradamente romántico será nacional y con pathos o no será". La segunda pertenece al pianista y compositor Ferruccio Busoni, que definió la música como "aire sonoro". Si es cierta esta idea de Busoni, que tanto le gusta citar a Daniel Barenboim, quedaría por saber cómo, por qué y por intermedio de quiénes la música se carga de otros atributos y sentidos. Quedaría por saber por qué el poder necesitó y necesita tanto de la música; saber, en el fondo, si la política llega a la música desde afuera, o bien el poder encuentra algo en ciertas músicas que puede proyectarse hacia fuera.
En cierto modo, esta ambigüedad es propia de la música en toda su historia. En su progreso a la autonomía, tributó siempre a una instancia externa: las iglesias, los monarcas, la naturaleza y, en medida no menor, al sujeto mismo en cuanto artista. Más que del poder de la música, asunto que merecería otro tipo de consideraciones, se trata aquí de la música del poder y de los modos en que el poder moldea la música. Es cierto que la música no porta significados referenciales, pero las razones por las que algunos poderes políticos se sirven de determinadas músicas son también musicales. La naturaleza escasamente conceptual de la música es su blindaje y su debilidad; blindaje, porque, en primera instancia, nada en ella impone un sentido unívoco; debilidad, porque la ausencia de concepto parece autorizar la adjudicación del que se quiera o del que convenga en determinadas circunstancias. Por su misma naturaleza (la microforma, que la torna portátil), la canción, y especialmente la canción popular (ver página 8) ha sido proclive a semejantes utilidades.
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